Los datos climatológicos cubrían las enormes pantallas que iluminaban la habitación, en penumbra constante bajo la tenue luz azul. La previsión a quince días indicaba que los cielos estarían continuamente cubiertos por nubes y que las temperaturas se mantendrían estables en torno a un equivalente a dos grados centígrados sobre cero.
El recubrimiento aislante de la pared y las esclusas con doble puerta evitaban que la temperatura sufriese demasiadas variaciones a lo largo de todo el complejo. El material blanco reflectante del que se componían los aparatos electrónicos, salpicado por sus débiles luces blanco nacarado y por los líquenes luminiscentes de color azul que habían sido plantados en las paredes, ayudaban a hacer sentir la atmósfera aún más gélida de lo que ya era.
Hacía tiempo que la exploración suborbital había revelado aquella mina abandonada en aquel recóndito paraje de la Tierra, donde pocos o casi ningún humano osaba acercarse. Aquel había sido, desde el principio, un buen lugar para mantener oculta la base a ojos de los satélites y aviones terrestres: bajo el suelo; además, aquella ubicación les permitía usar los kilómetros de galerías de mineral excavado por aquellos abominables seres para construir un complejo adaptado a su clima natal. A pesar del incremento de la temperatura con la profundidad, su tecnología les permitía mantener la red de galerías a niveles árticos de manera permanente.
La criatura pasaba sus ojos blancos a través de los datos y mapas que se mostraban en pantalla. Más a su derecha, una proyección holográfica mostraba los datos de barrido del escáner que se hacía de la zona cada cinco segundos. En una esfera de cincuenta kilómetros de radio, las únicas formas de vida destacables eran la de una manada de renos que se encontraba en unos pastos a cinco kilómetros de la mina, las escasas bandadas de pájaros que aquellos días se atrevían a pernoctar en la zona, los rodadores, y la manada de armagios que se mantenían a una distancia prudencial del lugar. No había rastro de humanos ni de sus aliados.
Odiaba a los humanos, aquellos seres de sangre caliente que habían evolucionado y conquistado la superficie de aquel planeta, demasiado cercano a su estrella como para ser objetivo de una completa colonización a corto plazo, pero aquel era el plan. La criatura, como cualquiera de su raza que se preciase a serlo, odiaba el calor, incluso los dos grados centígrados de la superficie representaban un serio peligro para su supervivencia; aquella temperatura podía matarlo de hipertermia. De todos modos, su tecnología estaba lo suficientemente avanzada para no tener problemas en mantener las bajas temperaturas que su especie necesitaba para sobrevivir, incluso en recintos tan grandes.
Si tener que sobrevivir en atmósferas gélidas no era suficiente motivo para que otras civilizaciones no entablasen contacto con la suya, se debería añadir que ninguna otra especie estaba interesaba en cruzarse con ellos, pues de sobra era conocido que eran una civilización ávida de sangre y conquista, acaparadora de mundos, una raza de seres fríos y violentos, que, aparte de la suya propia, sólo sentía respeto, e incluso se podría decir miedo, por otras dos especies conocidas.
La criatura dejó de mirar la pantalla y salió de la habitación, un recinto hacinado en una de las galerías ciegas de la mina que daba a uno de los viejos corredores excavados por los humanos. Odiaba tener que estar encerrado en aquellas estructuras de aleación que les protegían del cálido exterior y tener que llevar aquel maldito traje ambiental que le obligaba a caminar erguido la mayoría del tiempo. Prefería estar en una cueva helada arrastrándose, acechando a su comida para cazarla con sus propias fauces y seguir planificando la expansión de su civilización a través de la estrellas, pero el proceso de colonización de un planeta tan cálido requería ser paciente y utilizar aquella tecnología, que a pesar de haber sido creada por ellos, les hacía sentir incómodos.
Eran bien conocidos como una especie tremendamente hostil y sanguinaria, realmente inteligentes, muy por encima de los humanos, pero sus instintos animales seguían a flor de piel y preferían vivir en entornos naturales sin ningún tipo de comodidad antes que tener que embutirse en aquellos trajes y viajar en sus naves de metal a través de las estrellas, sin embargo, aceptaban el sacrificio en pos de un futuro mejor para su especie, aunque ello supusiera tener que extinguir a los habitantes de los planetas que deseaban conquistar, cosa de la que disfrutaban enormemente.
Con la raza humana no iban a hacer una excepción, Los Maestros lo habían ordenado. Les darían el planeta entero para cualquier propósito que necesitasen, ya fuese su completa congelación y colonización, o, lo que más les divertía, la caza deportiva, siempre que se entendiese como deporte la persecución, desmembramiento y violenta trituración de una presa cuando ésta aún se encuentra viva, pocos segundos después de haber sido capturada.
La criatura giró hacia la derecha y se dirigió hacia el final de la galería, donde se encontraba el hueco del primitivo ascensor humano que estuvo en funcionamiento hasta el abandono de la excavación. El aparato estaba oxidado y hacía años que había dejado de funcionar. El ser asomó su cabeza por el hueco del enorme pozo vacío. El túnel se encontraba a cincuenta metros bajo la superficie y tenía que subir hasta la galería superior. Sus ojos blancos, preparados para captar el más mínimo haz de luz, recorrieron la superficie del agujero, bañado por la penumbra azul que manaba de las plantas luminiscentes. Un gorjeo emergió de su garganta y saltó hacia la pared del fondo, agarrándose con sus fuertes garras delanteras. Empezó la ascensión arrastrándose por la pared, elevando su largo cuerpo de casi tres metros de longitud. La helada pared se astillaba, crujía y chirriaba bajo la presión y el rozamiento del duro traje ambiental, que, junto con la resistencia natural de su piel y su portentosa fuerza, convertían a la criatura en un ser realmente difícil de abatir. En aquellos túneles no era necesario el uso de la coraza ambiental, pero aquella base constituía el corazón de la misión de colonización, y debían estar preparados para cualquier eventualidad que les hiciese salir a la superficie, lugar donde sí necesitaban la protección que el traje les brindaba.
La criatura siguió escalando por la pared, clavando sus garras una tras otra, usando su prodigiosa fuerza, que le llevaba a moverse a un ritmo más propio de un reptil que de un humano, no obstante, su especie tenía bastantes rasgos en común con los reptiles de la Tierra. Su duro cuerpo escamoso les protegía prácticamente de cualquier daño físico y su configuración anatómica, con sus peculiares puntos articulares, les permitían caminar erguidos, correr como un cuadrúpedo o incluso arrastrarse como un lagarto, tal y como estaba haciendo en aquel momento.
Realmente odiaban los planetas con climas cálidos, pero Los Maestros habían requerido su presencia en aquella roca perdida en el espacio. Su civilización prefería la colonización de planetas más alejados de sus estrellas, más fríos. La temperatura máxima en su hábitat natural desde hacía miles de años no había superado los veinte grados bajo cero. Aunque durante la fase principal de la vida de su estrella la temperatura de su mundo había sido tropical, el apogeo de su especie había coincidido con el momento en que su luz había empezado a perder fuerza. En cortos períodos de tiempo la diferencia apenas había sido perceptible, pero a lo largo de las decenas de millones de años que su especie había dominado el planeta, las temperaturas máximas habían llegado a niveles tan bajos que lo hacían inhabitable para cualquier otro ser que fuese capaz de erguirse sobre el suelo. La evolución les había sido favorable y sus cuerpos habían conseguido adaptarse a un medio cuya temperatura habría sido mortal para cualquier otra casta. Pocas formas de vida habían sobrevivido en su planeta, de las cuales la gran mayoría formaban parte de su dieta alimenticia, todas, especies con un gran ratio reproductivo para asegurar la supervivencia en un planeta donde el menor de los problemas era morir por congelación.
La estrella siguió apagándose y amenazaba con estallar a corto plazo, quizás en algunos miles de años, por lo que no tuvieron más remedio que emigrar a otros rincones de la galaxia en busca de nuevos planetas que habitar. No les costaba vivir en planetas fuera de la zona cálida de su estrella, era raro encontrar alguna forma de vida en ellas que no fuese vegetal, y la mayoría de las veces ni siquiera bacteriana. En aquellos mundos la adaptación era sencilla. Alterar las proporciones de gases en la atmósfera resultaba ser un proceso que apenas duraba meses. Los líquenes azules, plantas nativas de su planeta, podían sobrevivir en cualquier superficie. Su ciclo vital les hacía crecer y reproducirse de forma extrema en aquellos entornos tan hostiles, regulando rápidamente el equilibrio de los gases atmosféricos, asentando en el terreno aquellos letales para las especies animales y devolviendo a la atmósfera los compuestos que permitirían la supervivencia de los seres de su planeta natal. Cuando los niveles de gases eran adecuados, su ciclo reproductivo se ralentizaba, aunque seguía siendo rápido en comparación con especies de climas tropicales. Los líquenes azules habían sido siempre una gran herramienta para la adaptación de planetas fríos.
La colonización de los planetas fríos presentaba un lado oscuro para su raza, pues en ellos nunca había necesidad de luchar contra ningún adversario por su supervivencia. Su especie era tremendamente inteligente, pero también muy violenta y cruel, características que se veían potenciadas por su frialdad y sus instintos básicos no reprimidos. Les encantaba la batalla y luchar a cuerpo desnudo contra sus enemigos, tareas para las que se encontraban realmente preparados gracias sus ágiles y fuertes cuerpos que les permitían desplazarse en cualquier ángulo y superficie, acechar a sus enemigos y presas, para posteriormente despedazarlos con sus potentes mandíbulas. Entre la gente de su propio pueblo la lucha estaba limitada, para asegurar la supervivencia de la especie, sin embargo, disfrutaban cada cierto tiempo de torneos a muerte donde el ganador, si no salía demasiado esquilmado, tenía la posibilidad de fecundar a un gran número de hembras especialmente seleccionadas para la reproducción y asegurar así la calidad genética de las siguientes generaciones.
Por otro lado, colonizar un planeta cálido representaba tener que hacer uso de técnicas más específicas y sofisticadas, y sobre todo, tener un plan más a largo plazo. Su raza estaba tan bien adaptada a vivir en los hielos perpetuos, que salir fuera de ellos podría llegar a matarlos. Su tecnología se encontraba extremadamente desarrollada en el aspecto de extracción de calor y el aislamiento térmico, ya que cualquier temperatura sobre cero podía ser fatal para ellos. En los planetas cálidos, necesitaban vivir en aquellas gigantescas bases de mando, y estar embutidos en sus trajes ambientales para poder salir al exterior sin riesgo a morir. Esto les hacía estar incómodos, pero por otra parte, colonizar un planeta habitado les permitía enfrentarse con otras criaturas ajenas a su especie, cosa que les encantaba. En estos casos era normal abducir a criaturas nativas y utilizarlas para practicar la caza y aprender sobre sus habilidades de lucha y supervivencia, así como de sus niveles cognitivos básicos.
La escalada por la resbaladiza pared apenas le llevó medio minuto mientras seguía maldiciendo aquel maldito planeta. Sí, odiaría tener que estar encerrado en la base y estar obligado a llevar el estúpido traje ambiental, pero sabía que, en algún momento de la misión, saldría al exterior y tendría la posibilidad de enfrentarse a alguno de aquellos miserables humanos. Llevaban tiempo estudiándolos y sabían que eran unas criaturas débiles en comparación con ellos, su altura media era la mitad que la suya y su escasa fuerza no representaba ningún tipo de amenaza, no obstante, debían tener cuidado. Su tecnología tampoco era algo que les pudiese preocupar, pero los humanos eran una especie imaginativa y tenaz. Daba igual que fuesen minoría o estuviesen en desventaja en un combate, tenían una misteriosa capacidad de sorprender a sus enemigos con artimañas, tácticas o artilugios que ningún otro oponente se hubiera imaginado, por buen guerrero o estratega que fuese.
Los humanos eran unos seres capaces de sorprender por su tremendo talento e imaginación. Bien era cierto que todos eran creativos en mayor o menor medida, siendo muy pocos los que utilizaban aquella capacidad de manera constante a lo largo de su vida, pero habían descubierto que, cuando tenían acorralados a individuos con ciertas cualidades excepcionales, aquella capacidad se desataba, pudiéndose llegar a esperar cualquier cosa por su parte, y aquello excitaba de una manera extraña al pueblo de lagartos espaciales, añadiendo un toque extra de diversión a la cacería. Era divertido hacerles huir y correr, hacer que se escondiesen, oler su miedo mientras los perseguían por parajes desconocidos, dejar que ellos mismos se encaminasen hasta un rincón sin salida, un lugar donde ya eran presa segura para sus perseguidores.
La cacería representaba una gran fuente de diversión para los reptiles, pero aún más divertida se volvía cuando aquel humano, aquella delicada y endeble criatura de piel rosada se sentía acorralada y desataba aquel potencial creativo del que solamente algunos individuos excepcionales hacían gala. Llegar hasta el lugar donde supuestamente había quedado atrapado el humano y no encontrarlo despertaba un sentimiento de exaltación que pocas veces uno de aquellos lagartos espaciales había sentido, aquella imprevisibilidad, llegar a ser él el que había sido engañado o incluso el que hubiese sido atrapado. Algunas veces el humano seguía huyendo, pero otras veces ¡Oh, sí! Otras veces el humano había conseguido ingeniárselas para acorralarlo, había dejado sus ropas diseminadas por el lugar para confundir rastros de olor, o había preparado un arma primitiva con ramas o restos que se hubiese encontrado en su huida y luego, cuando su confiado cazador estuviese perplejo, intentando averiguar cuál fue el momento en el que había sido engañado, aprovechar la distracción para saltar sobre él e intentar matarlo. Aun así, aquello tan solo era una fútil señal de esperanza para los humanos, que no tenían posibilidad alguna contra sus captores. Su pequeño tamaño y escasa fuerza en comparación no les permitía hacer algún rasguño sobre su resbaladiza y dura piel escamosa de color azulado. Ni siquiera un ataque por la espalda valía de mucho, pues el traje ambiental estaba diseñado para resistir impactos que destrozarían un tanque.
A pesar de su fortaleza, la criatura aún recordaba perfectamente su última cacería, en la que el humano, un individuo macho, de joven edad, había conseguido clavarle aquel trozo de metal en el ojo derecho. Todavía recordaba el calor del acero clavándose en su globo ocular mientras el humano aún seguía agarrado a su cabeza, intentando no caerse, pero no pudo resistir durante mucho tiempo las sacudidas del presunto cazador cazado. Le resultaba muy satisfactorio salir de cacería, pero aún más cuando su presa se rebelaba y plantaba cara. Siempre recordaría como el humano cayó al suelo, cómo colocó su enorme zarpa sobre el pecho de la caliente presa, clavando sus garras en el suelo para inmovilizarlo y por último, cómo se dedicó a mirar al humano a los ojos durante un instante, viendo como la sensación de seguridad y supremacía que diez segundos antes habían invadido al homínido se convertían en una mirada de terror, sabiendo que ya no habría nada más por lo que tener esperanza. Hacía muchísimo tiempo que no sentía una sensación de éxtasis como la que sintió al arrancarle de un bocado la cabeza al humano, saboreando su sangre, que se vaciaba de su cráneo mientras aún lo mantenía en la boca, la sensación de quemazón en la lengua por el rojo líquido que comenzaba a bajar por su garganta, el sabor dulzón de la sangre…
Los cuerpos de los reptiles no estaban preparados para soportar tal temperatura ambiental, pero su sistema digestivo sí lo estaba para soportar las temperaturas mucho más altas de sus cálidas presas. Había sido una cacería memorable, una presa aparentemente inferior había conseguido sorprenderlo y herirlo. La lesión no había sido demasiado profunda y su ojo se estaba recuperando, no obstante, siempre llevaría una cicatriz en la córnea que le dejaría un punto ciego. Podría haber reparado la herida con el equipo médico y recuperar completamente la visión, pero él prefería mantener la herida como recuerdo de lo que podrían ser capaces de hacerle sus enemigos si se confiaba demasiado. Aquellos reptiles eran seres poderosos, inteligentes, muy por encima de muchísimas especies, pero aquella herida le serviría de recordatorio de que siempre se puede ser sorprendido por aquellos que se suponen muy por debajo de ellos.
El corredor superior de la mina era un hueco de dos por dos metros por el que tenía que caminar encorvado o a cuatro patas, al contrario que los corredores inferiores, que habían sido ensanchados para facilitar el tránsito de los nuevos habitantes, éste seguía teniendo unas medidas pequeñas para poder reducir la eficiencia de cualquier incursión enemiga en el complejo, siempre que el tamaño medio de los atacantes fuese el de un humano o el de algo más grande.
El corredor medía unos cincuenta metros de largo hasta que se abría a una galería más ancha donde se encontraban unos antiguos intercambiadores de vías, oxidados e inútiles que, como muchos de los elementos que habían dejado atrás los humanos, habían sido dejados en su ubicación original, sencillamente porque no molestaban, al igual que habían hecho con toda la red de vías para las vagonetas que aún era parcialmente visible bajo los años de polvo y escombros que la habían dejado prácticamente enterrada. Poco más adelante la galería volvía a estrecharse para llegar hasta la superficie, de la que estaba separada por cien metros más de túnel congelado, tres puertas herméticas y una pequeña sala de control.
No era en el exterior donde se encontraba lo que interesaba a la criatura. A la derecha del pasaje se abría un nuevo pasillo custodiado por una cámara de intercambio ambiental con un sistema de doble puerta. El ser se acercó a la primera puerta y tocó con su garra izquierda el panel táctil que se encontraba a la izquierda de la misma. Una suerte de complejos procedimientos de identificación se pusieron en marcha mientras el reptil aguardaba a que se abriese la puerta.
Una vez pasó a la esclusa, la primera puerta se cerró tras él. Una segunda puerta le esperaba tres metros más adelante. Una pequeña pantalla sobre la misma indicaba que la temperatura en la siguiente galería equivalía a unos quince grados centígrados, por lo que no le quedaba más opción que activar la protección completa del traje ambiental. El proceso resultaba ser extremadamente sencillo. Colocó su garra derecha sobre una de las placas pectorales del traje y éste empezó a trabajar. De debajo las mangas, las perneras del traje y del agujero de la cola aparecieron unos delgados filamentos metálicos, que envolvieron cada una de las partes descubiertas de su cuerpo. Sobre su piel escamosa los filamentos se comportaban como largos gusanos que rodeaban sus miembros en forma de espiral, dividiéndose en más filamentos allí donde encontraban el inicio de una nueva falange, envolviendo poco a poco cada una de las largas garras de las zarpas de la criatura. Cuando los filamentos llegaron a su máxima extensión se licuaron de forma inmediata, formando una fina y flexible pero resistente película protectora y aislante en torno a la piel de la criatura. A su vez, del cuello del traje aparecieron más filamentos, algunos de los cuales dejaban salir de su núcleo una sustancia cristalina de color pálido. Al igual que los filamentos de sus extremidades, los de su cuello se enrollaron en espiral en torno a la cabeza, poseedora de una enorme boca semicircular, en forma de abanico, llena de afilados dientes. Cuando los filamentos se fundieron para completar el proceso, formaron un ajustado casco que ni siquiera dejaba libertad para mover la mandíbula. Así casi no podía emitir sonido alguno y se veía obligado a comunicarse utilizando el dispositivo de traducción integrado en el traje. La falta de libertad hacía que odiase el traje ambiental, el individuo se sentía preso y oprimido dentro de su propia piel, pero no podía quejarse, si fuese más holgado corría el peligroso de ser cortado en mitad de un combate, y eso no le convenía lo más mínimo, sobre todo en un planeta tropical.
Una vez completado el proceso, se dirigió hacia la puerta que daba a la siguiente galería, la única que no había sido adaptada a su clima en todo el complejo, y tenían sus razones, Los Maestros, como muchas de las criaturas conocidas, pertenecían a un planeta cálido, y se encontraban mucho más cómodos en cualquier otro lugar que en aquel donde lo único que se podía ver en cualquier dirección era nieve, hielo y escarcha.
El pasillo se encontraba levemente iluminado por la luz amarilla que emitían una serie de células electrónicas repartidas de manera milimétricamente equidistante, colocadas en línea recta justo en el centro del techo del pasillo. Todas las superficies de roca de la galería habían sido limadas y alisadas hasta conseguir un pulido literalmente perfecto. Hasta para una criatura que prácticamente no tenía algo a lo que temer, el lugar le hacía sentir inseguro de sí mismo, poder ver perfectamente su propio reflejo sobre la roca casi como si fuese un espejo le incomodaba. Muchas especies, incluida la humana eran capaces de pulir la piedra, pero aquello llegaba más allá, sabía que era roca pura, pero el acabado le daba aspecto de metal. Había entrado varias decenas de veces en aquel corredor, pero siempre le perturbaba, incluso sin necesidad de detenerse a hacer mediciones, sabía que las esquinas entre paredes, techo y suelo formaban ángulos perfectos de noventa grados. Tan solo rompían la cuadriculada construcción las pequeñas curvas que desviaban el túnel en cualquier dirección, pero incluso en aquellas imperfecciones se podía sentir la mano de Los Maestros. Las curvas estaban trazadas con extrema suavidad, fundiéndose de manera imperceptible con los rectos pasillos que conformaban la galería, de tal manera que si se girase para mirar atrás, vería que hacía ya unos cuantas decenas de metros que la boca del túnel se había perdido tras varias de aquellas imperceptibles curvas. No cabía duda de que Los Maestros se habían encargado de la construcción de aquel lugar, su meticulosidad e intimidante perfección se hacían patentes en cada centímetro cuadrado del corredor, corredor que terminaba abruptamente en una pared completamente lisa.
La criatura se detuvo frente a la pared. Si no podía seguir avanzando sabía que debía esperar pacientemente hasta que se le permitiese el paso. Podría irse y volver en otro momento, pero había sido convocado y debía permanecer allí hasta que se le necesitase, ya fuesen unos minutos, horas o días. Siempre que había sido llamado había podido avanzar sin ningún problema, pero si decidiese irse, regresar en otro momento y no estuviese cuando el paso se abriera ante él… prefería no pensarlo. El primer individuo que había muerto en aquella misión de colonización había perecido precisamente por no haber sido paciente y esperar y, por mucho que a su raza les gustase la batalla, sabía que, al igual que su congénere caído, no sería capaz de hacer frente al castigo que Los Maestros le impusieran.
Durante el primer cuarto de hora la espera fue placentera, tuvo tiempo para relajarse y pensar en el progreso del plan y los informes de las distintas avanzadillas que se estaban expandiendo por la zona, creando pequeñas colonias en sitios recónditos donde podían empezar a llevar una vida tal como la conocían en su planeta natal.
A partir de los treinta minutos el ser empezó a impacientarse, la pared seguía inmóvil delante de él, sin ningún cambio aparente. Durante un rato se deleitó explorando la superficie que se interponía en su camino. Al contrario que el resto de las paredes de la galería, ésta no era de roca, sino que estaba construida con una aleación de la que solamente Los Maestros dominaban la fabricación. La pared, que hacía las funciones de puerta, era de un color negro mate, un color tan oscuro que ni siquiera reflejaba la más mínima gota de luz. La criatura pasó su garra izquierda por la superficie metálica y bajo la cobertura del traje pudo notar muescas y relieves tallados en aquella puerta de apariencia lisa. Era tal su eficiencia a la hora de retener la luz que ni siquiera a unos centímetros de distancia podía ver lo que sus manos sentían.
Intrigado por la estructura, activó los sistemas de visión y tacto artificial del traje para analizar aquella puerta. El visor se iluminó ante sus ojos y esperó a que los sistemas hicieran un barrido del entorno. A pesar de la incomodidad que le suponía el casco del traje, la criatura gruñó una serie de órdenes que el sistema de reconocimiento de voz interpretó y llevó a centrar el análisis sobre la misteriosa puerta. Solicitó datos de forma, materiales y temperatura, incluidos aquellos datos que pudiesen ser procesados a través de los sensores táctiles de la armadura. El resultado se hizo esperar unos diez segundos, muchísimo más tiempo de lo acostumbrado cuando se trataba de esperar resultados de cálculos realizados por su propia tecnología.
El sistema de procesamiento del traje se apagó sin dar ningún resultado. El sistema auxiliar seguía manteniendo las funciones de soporte de vida de la coraza, mientras una luz verde dentro del visor indicaba que dependía del sistema operativo básico. La criatura volvió a pulsar con la zarpa derecha sobre una de las placas del traje y este inició de nuevo el sistema de procesamiento principal. Tras unos segundos el visor volvió a tomar su tonalidad azulada natural y mostró un volcado con los resultados del cálculo.
El último mensaje rezaba: “Apagado de sistema, sobrecarga en el núcleo de procesamiento”.
Su tecnología les permitía tener capacidad suficiente para analizar cualquier tipo de objeto u elemento contra el que se pusiese a prueba. Hacía milenios que la capacidad de computación de sus sistemas más básicos sobrepasaba la potencia de cálculo de la informática humana actual. Podían predecir con exactitud los ciclos y erupciones solares de toda la galaxia, el clima de los planetas, los períodos cálidos y fríos, básicamente, podían determinar el estado de cualquier sistema complejo y caótico en cualquier momento y lugar, pero, aquella pared, aquella puerta, era imposible de analizar.
La criatura se retiró de la puerta y se quedó de pie, contemplando aquella maravilla tecnológica que no llegaba a comprender. Aquella sensación no le gustaba, en su especie siempre estaban seguros de todo, de cómo eran las cosas, de qué harían, cómo lo harían… pero encontrarse con algo cuya naturaleza no entendía le ponía muy nervioso.
En un último intento volvió a acercar su garra izquierda hacia la puerta, pero ni siquiera llegó a tocar la superficie, cuando oyó un sonido grave proveniente de algún lugar detrás de ella. Del centro de la puerta surgió un destello de color dorado que se expandió y recorrió toda la superficie de metal, marcando el dibujo de los relieves ocultos ante los ojos del reptil. A medida que el fulgor iba despareciendo, los lugares que había hecho brillar desaparecían con él, dejando tras de sí una entramada enredadera tecnológica, la cual empezó a licuarse, disolviéndose en el aire a medida que se precipitaba hacia el suelo.
El ser se encontraba maravillado ante tal tecnología, su especie conocía los metamateriales y dominaban la construcción a nivel nanométrico, pero nada parecido a aquello. Tal y como ocurría con su traje, llevaban varias reservas de los materiales de construcción repartidas en varios puntos estratégicos del objeto que necesitaban modificar, y aparte de eso, se necesitaba una horda de nanomáquinas que operasen a nivel molecular. En cambio, aquella puerta, parecía haberse construido y disuelto en el aire mismo. La tecnología de Los Maestros superaba a la suya propia en mucho. Su especie contaba con varias decenas de millones de años de antigüedad, pero se contaba que Los Maestros era una raza tan antigua como la formación de los primeros planetas del universo, y con tanto tiempo de ventaja, por muy longeva que fuese cualquier civilización, nunca llegarían a estar a su altura.
La criatura dejó de preocuparse por la puerta disuelta en el aire. Había estado esperando casi una hora a que le dejaran seguir avanzando, y ya había llegado el momento de que lo hiciera. Miró hacia adelante y pudo comprobar como el túnel se perdía en la distancia, en aquel entramado de falsos pasillos rectos. Emprendió su camino por el corredor, hasta que a los cinco minutos se percató de que el túnel ya no era de piedra, sino que había pasado a ser del mismo material que le había impedido el paso varios centenares de metros antes. El reptil se giró sobre sí mismo y miró el camino que había recorrido. Pudo comprobar cómo, de manera casi imperceptible, desde decenas de metros atrás, la roca pulida se había ido oscureciendo poco a poco, mezclándose de manera tan sutil con el metal de Los Maestros, que hasta que el túnel no había pasado a ser completamente metálico no se había dado cuenta del cambio ¿Había sido así siempre? No sabría decirlo, pues el cambio se producía de manera tan sutil que resultaba difícil notarlo si no se prestaba suficiente atención.
Siguió avanzando un centenar de metros más hasta que se encontró en una enorme sala icosaédrica construida con la extraña aleación e iluminada con centenares de luces amarillas colocadas en sus aristas. No había llegado a ver la habitación hasta que ya estaba dentro. La criatura, retrocedió unos pasos de vuelta al pasillo, y pudo comprobar cómo, incluso a dos pasos de la entrada, era incapaz de distinguir que el gran espacio estuviese allí delante.
Aún fascinado por la increíble ingeniería de Los Maestros, decidió seguir adelante, lo habían convocado y ya había hecho un par de paradas no necesarias para satisfacer su curiosidad. No sabía si aquello les desagradaría, pero la construcción le tenía fascinado.
No tenía duda de que la habitación había sido excavada por Los Maestros, ya que, en ningún momento de las exploraciones previas a la creación del asentamiento se había encontrado una sala de tales dimensiones. La habitación era un icosaedro de unos doscientos metros de radio. Se preguntaba a qué profundidad se encontraría enterrada.
El reptil volvió a conectar los sistemas de procesamiento del traje ambiental y solicitó los datos de posicionamiento. El visor del traje tardó varios segundos en mostrar una respuesta, que de ningún modo fue satisfactoria. No era capaz de ubicar su localización con respecto al núcleo de la base y mucho menos su posicionamiento absoluto en el planeta. Aquella construcción no solo confundía a los sentidos, sino también a los más sensibles aparatos de sondeo que conocía. No podría afirmarlo con certeza, pero tenía el presentimiento de que aquellos túneles curvos aparentemente rectos también se adentraban en el subsuelo con una inclinación mucho mayor que la que se apreciaba a simple vista, la cual aparentaba ser prácticamente nula.
Se estaba retrasando demasiado, pero no podía dejar de admirar la capacidad técnica de sus constructores, allí estaba, en una gigantesca habitación, posiblemente enterrada a varios kilómetros bajo el suelo. Había bajado hasta allí varias veces, pero nunca había visto dicha estancia. En ocasiones anteriores había sido conducido hasta una pequeña sala cuadrangular donde debía recoger los cristales de datos con las órdenes, informes y valoraciones que necesitarían para proseguir con las peticiones de Los Maestros. La criatura estaba confusa, no sabría decir en qué momento el camino había cambiado de rumbo y lo había llevado al impresionante lugar, incluso llegó a pensar que había sido construido durante el tiempo pasado desde su última visita, pero le parecía imposible que aquella sala se pudiera crear en menos de catorce horas humanas.
La sala era enorme, y no tenía la menor duda de que su forma sería perfecta incluso a nivel atómico. Ante él se extendía una pasarela iluminada por las omnipresentes luces amarillas, colocadas a los lados; suspendida en el aire, construida con el mismo material de la habitación, su anchura sería de unos tres metros, pero no contaba con ningún tipo de barandilla que evitase la caída de cualquier incauto que no prestase suficiente atención a sus pasos. De todas formas, no creía que aquel lugar fuese visitado por demasiados individuos.
La criatura inició su camino a través de la pasarela, acercándose al borde para comprobar la caída desde aquella altura. Los seres de su especie podían soportar una caída de treinta metros en vertical, pero, a pesar de todo, una caída de tal magnitud podría ocasionarle algún tipo de lesión que lo colocaría en desventaja ante enfrentamientos con posibles adversarios.
El puente se extendía, suspendido en el vacío, hasta el centro geométrico de la gigantesca habitación, donde se encontraba una esfera perfecta, de unos diez metros de diámetro, suspendida en el aire, construida con aquella misma aleación negra; a escasos dos metros del fin de la pasarela, donde la criatura se detuvo a esperar, pues no sabía qué debía suceder a continuación.
La respuesta no se hizo esperar, a su espalda, la pasarela empezó a licuarse tras el paso de un destello dorado, disolviéndose mientras caía la maraña metálica que dejaba tras él, dejando al reptil aislado, sobre una plataforma volante frente a la esfera.
A su vez, la superficie de la esfera empezó a brillar con el mismo fulgor dorado, pero no se extendió intentando abarcarlo todo, simplemente se quedó estancado. Se asemejaba al plasma estelar contenido en un campo magnético. La criatura no sabía qué debía hacer o decir, Su raza poseía grandes avances tecnológicos y conocimientos de otras especies, pero lo que estaba viviendo en aquellos momentos excedía por mucho a lo que estaba acostumbrado a ver.
Entonces la plancha auditiva del casco crepitó con la estática.