Prólogo


El espacio…

¿Cuántos de nosotros hemos querido subir allí arriba? Asomarnos por una ventana y ver nuestro planeta como una mancha azul en el vasto negro del universo, descubrir que  nuestro sol es una estrella más, una de las casi infinitas que existen, como un copo de nieve en una ventisca invernal.

El espacio es inmenso ¿Cómo de grande? No lo sabemos con certeza. Se supone que es infinito, pero ¿Y si no lo fuera? Qué más daría, sabemos que es suficientemente grande para que existan cientos de miles de millones de galaxias, cada una con sus miles de millones de estrellas, cada una de las cuales puede albergar uno o varios planetas.

Y de esos planetas… ¿Cuántos albergan vida? Y de esa vida… ¿Cuántos de los seres que la habitan serían inteligentes? Y de esos seres… ¿Cuántas civilizaciones desarrolladas existirían? Y de esas civilizaciones… ¿Cuántas de ellas tendrían la capacidad de viajar a otros mundos?

Si solamente el uno por ciento de esos planetas tuviera vida, y de esos planetas con vida el uno por ciento albergase vida inteligente, y de esos planetas con vida inteligente, el uno por ciento hubiesen desarrollado una civilización, de las cuales, el uno por ciento fuese capaz de viajar a las estrellas; resultaría que, solamente en nuestra galaxia, habría más de dos mil civilizaciones con la capacidad de viajar entre mundos.

Puede que la cantidad sea mayor, o también sea menor, pero, si solamente existiese vida en nuestro planeta… ¿No sería ello un gran desaprovechamiento de espacio?

Puede que los emisarios de esas civilizaciones estén todavía de camino hacia nuestro planeta, o puede que aún no nos hayan encontrado, pues estamos considerando un pequeño porcentaje de mundos con vida inteligente de entre la inmensa cantidad de estrellas que puebla nuestra galaxia.

Quizás cuando nosotros estemos preparados para viajar más allá de nuestro propio mundo de manera permanente empecemos a conocer a otras civilizaciones, civilizaciones que quizás estén esperando a que demos nuestros primeros pasos fuera de nuestro planeta, esperando a que estemos dispuestos a aceptar la existencia de otras criaturas inteligentes diferentes a nosotros.

Tal vez sea ese uno de los principales problemas por el que aún no conocemos a seres y civilizaciones ajenas a nuestro mundo. Debemos estar preparados para aceptar la existencia y su forma de ser, incluso, su apariencia, y eso ya nos resulta difícil en nuestro propio planeta. Casi toda persona de nuestro mundo, en mayor o menor medida, es incapaz de pasar por alto las diferencias patentes que hay entre ella y otros individuos, ya sean de etnia, ideología, religión, creencias políticas, o incluso, aficiones deportivas ¿Cuántos nos hemos enzarzado alguna vez en una discusión estúpida intentando convencer a otro de por qué tal o cual equipo deportivo es mejor que otro? O, en tiempos modernos… ¿Por qué un ordenador de una marca o una videoconsola es mejor que la otra? En ambos casos nos estamos refiriendo a un mero entretenimiento y ni siquiera somos capaces de ponernos de acuerdo, en que lo importante en ellos, es que, sencillamente, sirven para divertirnos, independiente de los jugadores de los equipos, presidentes, entrenadores,  patrocinadores, fabricantes o compañías que trabajen para ellos.

Es por ello, que sé, y puedo asegurarlo tajantemente, que las civilizaciones de otros planetas no se han presentado ante nosotros como buenos vecinos de este pequeño bloque de pisos intergaláctico, porque ni siquiera somos capaces de aceptarnos unos a otros de manera completa, a pesar de nuestras diferencias.

Lo sé, y lo aseguro, pues, la primera vez que tuve contacto con seres de otro mundo, a pesar de mi constante trabajo intentando descubrir la verdad científica tras fenómenos extraños y paranormales, fui incapaz de aceptar las pruebas certeras que me obligaban a reconocer la existencia de dichas criaturas.

Siempre pensé que estaría preparado. A pesar de la cantidad de años desmontando fraudes y estudiando los hechos científicos que se escondían tras dichos fenómenos, siempre creí, que cuando me encontrase con una verdad irrefutable, por extraña que me pareciese, estaría preparado para aceptarla.

Estaba equivocado, y no sabía cuánto, aunque las pruebas me indicasen que, a pesar de lo loco y descabellado de la situación, aquello que se nos venía encima era completamente real.

Siempre me había imaginado que nuestros visitantes serían pequeños hombres, o tal vez más altos que nosotros; grises o verdes; cabezones, a causa de su gran inteligencia, con enormes ojos y frágiles cuerpos. O tal vez fueran monstruos que venían a conquistarnos. Criaturas horribles y deformes, sedientas de sangre o de nuestros recursos naturales, tal vez, poseedores de cientos de tentáculos, o artífices de una tecnología bélica a la que no podríamos hacer sombra.

Así era como siempre nos lo habían enseñado los libros, cómics, películas y videojuegos. Seres inteligentes y poderosos a su manera, parecidos a nosotros, pero con sutiles diferencias. Todos de aspecto más o menos humanoide donde nos podíamos ver reflejados a nosotros mismos.

El tiempo nos puede devolver a la realidad a base de golpes muy fuertes, y eso fue precisamente lo que ocurrió. Nunca podría haberme imaginado que la primera civilización alienígena de la que seríamos amigos, fuese tan peculiar, tanto en costumbres, tecnología, inteligencia, y sobre todo… apariencia.

Ya lo he dicho antes, siempre creí que estaría preparado para cualquier cosa que viniese, pero ahora le pregunto yo, lector ¿Usted lo está? ¿Cree estar preparado para aceptar la existencia de otras civilizaciones fuera de nuestro mundo? En caso afirmativo… ¿Y si no son como se las espera? ¿Y si su forma de ser, o su apariencia no es como todos los autores de ciencia-ficción nos han enseñado en sus obras? ¿Sería capaz de aceptar siquiera la posibilidad de su existencia? Piénselo bien ¿Lo haría? Supongo que su respuesta será un “sí”, pero,  casi podría apostar mi mano, y no perderla, a que, cuando se encontrase con ellos, le costaría asimilar su presencia sin pensar antes en estar siendo víctima de un engaño muy bien urdido, o ser el objetivo de una broma pesada.

Sé que mucha gente en este planeta, la primera vez que nuestros primeros aliados revelaron su existencia de forma pública, se negó siquiera a aceptar la posibilidad de que una raza extraterrestre pudiese ser como ellos se mostraron ante nosotros, tanto en comportamiento, como en apariencia.

Hicimos lo que hicimos por el bien de nuestro mundo. Sabíamos que necesitábamos del apoyo de aquellos nuevos aliados, pero también conocíamos los problemas que causó la revelación de su existencia al mundo.

Por eso hicimos lo que hicimos, por eso se creó el Pacto entre aquellos singulares aliados y los que fuimos capaces de reconocer su existencia. Aprendimos mucho de ellos, y supimos sobreponernos a amenazas que, sin su ayuda, hubieran acabado de una forma u otra con nuestro mundo o con nuestra forma de vida.

Aunque, sin duda, todo hubiese sido mucho más fácil si se hubieran presentado en la forma de pequeños hombrecitos grises.

No sé cuánto tiempo habrá pasado desde que estas palabras fueron escritas hasta que, usted, lector, las tomó en sus manos y empezó a leerlas. Quizás un año, quizás mil. Eso no puedo decirlo ni asegurarlo, pero me enorgullece decir que no me arrepiento de lo que hicimos, ni de haber conocido y sido aliado de tan singular civilización.

Quizás, en el momento en que esté leyendo esto, nuestros amigos sean aceptados de forma abierta por toda la población de nuestro mundo. Quizás, ya no sólo habitemos en La Tierra y haya humanos viviendo en otros mundos, orbitando otras estrellas y ya no sea necesaria nunca más la presencia de la Marca del Pacto en nuestra civilización.

Eso, no puedo saberlo. No sé qué rumbo tomará nuestra especie, lo que sí puedo decir es que sí sé cómo empezaron las relaciones abiertas de la humanidad, aunque ocultas a aquellos que no se veían capaces de reconocer su existencia, con seres de otros mundos.

 

Extracto de la autobiografía de Josh Wellington.